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Muerte de un viajante

Muerte de un viajante La gran literatura, y el gran arte, están marcados por íconos que representan los sentimientos y la atmósfera de una época, y que en no pocos sentidos la encarnan. Son los personajes arquetípicos. El viajante de comercio que regresa a su estrecho apartamento de los suburbios cargando dos enormes valijas pasa a ser un símbolo de sueños nunca conquistados, un nuevo caballero de la triste figura en el paisaje desolado de la mitad del siglo XX, del que han desaparecido los molinos de viento, y a cambio se multiplican las chimeneas de la era industrial que han llenado de hollín toda quimera. Y los edificios de apartamentos en serie, como ratoneras, “ladrillos y ventanas, ventanas y ladrillos”, como repite el propio Willy Loman, donde siempre faltará el aire, forman parte también de ese paisaje, que es también un paisaje de la soledad, como en los cuadros de Edgard Hoppe.
Son las ambiciones de riqueza y bienestar las que mueren asfixiadas. Toda la escenografía del american dream, el gran sueño americano que rescata de la mediocridad de la pobreza a unos pocos, y deja en el infierno gris del fracaso a muchos más. Cuando La muerte de un viajante se estrenó en 1949, tras el fin de la segunda guerra mundial y el comienzo de la guerra fría, el sueño americano se mostraba en todo su esplendor, encarnando una filosofía de vida que terminada ya la era industrial, aún perdura, como el más terco de los espejismos
En La Insignia

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